Los sufrimientos y padecimientos soportados por los soldados en Verdún durante los largos y prolongados bombardeos eran enormes y terribles. El testimonio de Paul Dubrulle, jesuita de treinta y cuatro años y sargento de infantería en Verdún es estremecedor:
"Cuando uno oía el silbido en la distancia, todo el cuerpo se contraía para resistir las potentes vibraciones de las explosiones. Y cada repetición era un nuevo ataque, una nueva fatiga, un nuevo sufrimiento. Bajo este régimen, los nervios más sólidos no pueden resistir mucho; el momento llega cuando toda la sangre sube la cabeza, la fiebre hace arder todo el cuerpo y los nervios, exhaustos son incapaces de reaccionar. Es como un mareo… uno se abandona y no tiene ni la fuerza para cubrirse de los francotiradores tras un parapeto, ni tampoco para elevar una plegaria a Dios… Morir de un disparo no significa nada, las partes de uno mismo permanecen intactas. Pero ser desmembrado, despedazado, reducido a una masa informe de carne, ese es un temor que la carne no puede soportar, convirtiéndose en la mayor preocupación de los bombardeos."
Dubrulle sobrevivió a Verdún, pero murió el año siguiente en Chemin des Dames.
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