26 oct 2012

La intervención italiana en la Gran Guerra, 1914-1915: preludio y tragedia en cinco actos. (II)


Viene de:  La intervención italiana en la Gran Guerra, 1914-1915: preludio y tragedia en cinco actos (I)



ACTO I. JULIO DE 1914, ENTRE EL ARTÍCULO VII Y EL CASUS FOEDERIS 

DRAMATIS PERSONAE II

Di San Giuliano

Liberal y anticlerical practicante, Antonino Paternò-Castello -más conocido como Di San Giuliano o Marqués di San Giuliano, fue un cultivado aristócrata siciliano de enorme visión política. Dotado de un exquisito sentido de la diplomacia y de un pragmatismo a prueba de alianzas, consiguió aposentar a Italia entre las potencias europeas, aunque fuese en un segundo plano. Desempeñó la cartera de exteriores en dos ocasiones, la primera entre 1905 y 1906 y la segunda entre 1910 y 1914. Entre ese intervalo, y dado su prestigio, los gobiernos Giolitti y Luzzatti lo designaron como embajador en Londres y París. A pesar de su triplicismo, siempre tuvo voluntad de acuerdo con Francia, y especialmente con el Reino Unido. Conocedor del Foreign Office y con una gran inteligencia geopolítica, sabía que la partida italiana se jugaba en Viena y que Alemania sería su gran valedora, pero siempre se guardó las espaldas con la Albión. Más consciente que nadie de la 'peninsularidad' italiana y del papel que todavía jugaba la Armada británica como policía de los mares, intentó por todos los medios no enemistarse jamás con Londres. Jamás perdió de vista los territorios italianos dentro del Imperio austrohúngaro, como tampoco desdeñó la posibilidad de convertir el Adriático en un mar italiano. Albania, Libia y la salvaguarda de las islas del Dodecaneso serían algunas de sus bazas. Pero no todo fueron laureles. La guerra de Libia, de la cual fue un notable impulsor, fue un desastre y en la cuestion albanesa no estuvo muy afortunado. Su figura, sin embargo, seguía siendo muy respetada. Su padrino político (Giolitti) cayó en febrero de 1914, pero su experiencia y conocimientos eran tales que Salandra le requirió para exteriores un mes después. Sus diferencias políticas eran notorias, pero en cuestiones internacionales coincidían plenamente: recuperar los territorios irredentos (Trentino e Istria) y asegurar la influencia en sectores de la costa oriental del Adriático (Croacia y Albania). Para la consecución de ambos, el equilibrio en los Balcanes era vital ya que cualquier alteración del status quo obligaba a la potencia alterante a compensaciones, tal y como preescribía el artículo VII de la Triplice. No obstante, el articulado de la Triplice siempre se leyó en clave interesada, como en el caso de la anexión austríaca de Bosnia-Herzegovina (1908). 
Consciente de ello, el de Catania se convirtió en el perfecto exégeta de los acuerdos de la Triplice, convirtiendo poco a poco sus interpretaciones en comodines para la gran partida en la que siempre jugaría con ventaja. Conocedor de los movimientos centrífugos en el si del Imperio, como del nerviosismo imperante en Viena, el de Catania decidió esperar. Sabía que tarde o temprano saltaría la chispa y que solo era necesario estar ahí para recoger los frutos, tanto si Austria era vencedora como perdedora. En caso de que Austria volviese  a alterar el mapa balcánico exigiría una compensación. Y en el caso de que fuese derrotada en una guerra, exigiría a los vencedores la reposición de los territorios irredentos. Hasta ese momento, Italia actuó con sibilina astucia. 
En 1912, Austria (como Francia y la Gran Bretaña), la conminó a devolver a soberanía otomana las islas del Dodecaneso o a ser compensada en base al artículo VII. La diplomacia italiana se negó rotundamente argumentando que éstas pertenecían al área geográfica asiática y que tenían que ver con Libia, no con los Balcanes. Y así se llegó hasta agosto de 1914. Fue entonces cuando fiel a su estilo, el di San Giuliano,  mostró todo su repertorio de amagos, faroles y apuestas que llevarían a Italia a una benevola neutralità. Su mérito fue doble. Por una parte, convenció a su propio gobierno de las virtudes de no entrar en la guerra y esperar. Y de la otra, dejar abierta la puerta a un futuro entendimiento con las fuerzas de la Entente, especialmente con Gran Bretaña. Su muerte el 16 de octubre de 1914 no solo significó la pérdida de un excelente diplomático y político, sino el certificado de muerte de una neutralidad inteligente. 

Berchtold 

Figura seductora y carismática o un político tímido e indeciso? La historiografía siempre ha tendido a situar al conde Berchtold entre estos dos polos cuando la realidad es más simple. Berchtold combinó de forma indistinta ambas facetas. Como embajador era un anfitrión excelente y sus recepciones eran la comidilla entre las élites europeas, mientras que su periplo como ministro de exteriores de la doble monarquía fue un cúmulo de despropósitos hasta enero de 1915. Los estudiosos del hombre político han convenido en destacar que su falta de experiencia y de tacto ‘internacional’ así como su incompetencia y espíritu pusilánime, lastraron la política exterior de su país llevándolo al desastre. Los historiadores más críticos exponen que su amarga experiencia como embajador en Rusia durante cinco largos años (1906-1911) condicionó su política balcánica y su actitud absolutamente contraria a un entendimiento con la gran potencia asiática. Otros, añaden a estos ingredientes, la contínua presión del ‘partido de la guerra’ afincado en el Hofburg con Von Hötzendorff y el embajador Hoyos a la cabeza. 
Un análisis preciso de su gestión en los tres episodios más destacados al frente de exteriores corrobora la conjunción de los factores antes descritos. Durante las guerras balcánicas, Berchtold y su equipo de asesores erró no solo por defecto sino por efecto. A la falta de visión política (Liga balcánica) se añadió una gran estrechez de miras con el incendio de la Segunda Guerra Balcánica y el consabido aupamiento de Serbia a potencia balcánica, resquebrajando aún más un status quo hiperfrágil. Holger Herwig, uno de los especialistas más reputados en esta materia, sostiene que a la falta de vigor político y manifiesta dejación en la cuestión de la guerras balcánicas de 1912-1913, Berchtold intentó contraponer una excesiva dosis de ímpetu y miopía en la crisis de junio-julio de 1914. No obstante, admite, que las fuerzas y la determinación mostradas por Austria sobre la cuestión serbia en el verano del 14 no tuvieron una impronta exclusivamente berchtoldiana. Afirma que se vio superado por las circunstancias y empujado por sus asesores y las fuerzas vivas del régimen a plantear una solución extremadamente drástica al contencioso serbio. Sobre este punto es curioso señalar como a Berchtold le sucedió lo mismo que a Bethmann-Hollweg: ambos creyeron poder acotar el conflicto austroserbio a una guerra de baja intensidad. 
Con Italia bailando sobre su neutralidad, la ceguera política de Berchtold fue in crescendo. Lejos de apagar un fuego, Berchtold y su 'equipo de pirómanos' echaron gasolina al fuego ninguneando al odioso aliado y negándole la mayor en cuestión de tratados. La diplomacia alemana impuso –otra vez- la cordura. Si Austria conseguía derrotar a Serbia y alterar el mapa balcánico bien podía ceder el Trentino. Pero el núcleo duro vienés siguió negándose hasta finales del invierno de 1915, pero ya era demasiado tarde. Viena estaba desquiciada. Tanto, que el partido de la guerra defenestró a Berchtold por insinuar cesiones a Italia y encumbró a Burián como marioneta a su voluntad. El delirio era tan grande que incluso se planteó la invasión de Italia camuflando una pataleta con factores estratégicos!! Un detalle más de la política errante y suicida que mantuvo Viena con respecto a la partida europea e italiana. No hay duda que de Austria-Hungría estaba en una hora decisiva, pero ni Berchtold, ni aún menos sus asesores estuvieron jamás a la altura de sus responsabilidades. 

DEP 

La guerra iba a finiquitar la Triplice. Ya fuese por su carácter defensivo o por la actuación de algunos de sus miembros, dejó de existir y actuar como tal el 2 de julio de 1914. La guerra no había estallado aún, pero las decisiones tomadas desde ese día condicionaron totalmente los actos de sus miembros, conduciéndolos a una espiral de consecuencias inesperadas. Se han escrito cientos, miles de libros y artículos sobre las causas más inmediatas de la guerra, así como de la febril actividad diplomática que siguió des del 28 de junio hasta el 4 de agosto de 1914. La historiografía sobre el conflicto ha elucubrado numerosas teorias sobre el estallido de la guerra, su alcance y especialmente sobre los principales protagonistas y/o culpables de que se globalizase. Sobre la cuestión austroserbia, recientes investigaciones concluyen que la doble monarquía, y por ende Alemania, deseaban una resolución rápida y focalizada del conflicto. 
Tanto los servicios secretos austríacos como los rusos sabían que detrás del complot de Sarajevo estaban miembros de la inteligencia serbia, y que si bien no existían documentos sobre la implicación directa del gobierno serbio, se sabía que el gobierno de Nikola Pašić conocía (y permitía) las actividades de la Mano Negra, la organización terrorista serbia que organizó el regicidio. Por ello, pero principalmente por geopolítica, el gobierno austríaco decidió intervenir unilateral y militarmente contra Serbia. Las tensiones en el si de la doble monarquía no fueron pocas. El primer ministro húngaro, el conde Tisza no dudó en advertir de las consecuencias y de la posibilidad de negociar con el gobierno serbio y la comunidad internacional. Pero sus sugerencias cayeron en saco roto, el partido de la guerra austríaco (Von Hötzendorff, Berchtold y el propio Kaiser Franz Joseph) tenía muy clara la intervención. Temían la implicación rusa, pero sospechaban que Alemania les daría su apoyo, y que acceptaría el envite respaldando su acción punitiva sobre Serbia. Contaban con la experiencia de 1908, pero esta vez no ocurriría lo mismo. Alguien acceptó el desafío y la partida se complicó. 

Artículo VII

 Los primeros intercambios de opiniones entre Viena y Berlin sobre el affaire serbio se produjeron el 2 de julio y el 5 Austria ya tenía el plácet alemán para actuar contra Serbia. Se trataba del famoso 'cheque en blanco' del Kaiser Wilhelm II al conde Hoyos, ministro de exteriores austrohúngaro. Berlin estaba decidida a respaldar cualquier acción que llevase a cabo Viena sobre la cuestión serbia. Mientras, Italia seguía en silencio. Ni se le esperaba, ni -por supuesto- se le consultaba. La Triplice comenzaba a oler a muerto, aunque Roma conservaba sus triunfos. La Triplice no era una alianza ofensiva, por tanto no podían contar con ella. Y en caso que los hechos aconsejasen mantenerse a la defensiva, tampoco podrían contar con ella por el simple y trascendental hecho de no haberla consultado. 
Cierto que los valses italianos habían creado desconfianza, pero ningunearla manifiestamente en cuestiones de tamaña importancia no fue una decisión precisamente inteligente. Creían que 'tragaría' como en 1908, pero actuar contra Serbia, respaldada por Rusia y con estrechos lazos económicos y estratégicos con Francia, requería un mayor quórum y discusión. El articulado de la Triplice estaba de parte italiana. El artículo VII prescribía muy claramente que cualquier acción que supusiese una 'ventaja territorial' para un miembro debía compensarse con el acuerdo o la negociación de otros territorios conlindantes o mediante indemnización económica. Y evidentemente, Austria no estaba todavía por esa la labor. Con los meses y los reveses ya lo estaría. Empujada por Alemania, no fue hasta el 15 de julio que Austria decidió informar a Italia de las decisiones iba tomar su gobierno respecto a Serbia. Cuando Viena habló de 'corregir estratégicamente las líneas fronterizas', el ministro de exteriores italiano di San Giuliano exigió una mayor concreción en las medidas. Ante el revuelo italiano, el 21, el embajador austríaco Merey recibió órdenes de seguir en las vaguedades, aunque comunicó a di San Giuliano que, a pesar, del lenguaje firme contra Serbia, se intentaría encontrar una vía pacífica al asunto. 
Poco crédulo y gato viejo, Di San Giuliano preguntó al embajador si podía informar a la prensa italiana de que Austria no buscaba, en ningún caso, anexión territorial alguna, a lo que Merey se negó en redondo. Que Austria despreciaba la postura italiana lo demuestra el hecho de que Roma no recibió una copia del ultimátum hasta el 24 de julio, un día después de haberla enviado a Belgrado!! La demora, pero sobretodo el contenido del mismo indignó a di San Giuliano que protestó enérgicamente al embajador alemán. Le reprochó no solo la violencia del lenguaje y las exigencias, sino -y peor- no haber consultado a Italia en ningún momento de la redacción. Di San Giuliano consideró el ultimátum como un 'acto de agresión' y advirtió que en el caso de que Rusia interviniese, Italia permanecería neutral. La Triplice estaba muerta. La respuesta serbia llegó el 25, y como era de esperar no satisfizo al partido bélico vienés por lo que ese mismo día se ordenó una mobilización parcial del ejército. La caja de Pandora estaba abierta. Ese mismo día en Berlin, el embajador italiano hizo llegar una declaración oficial en la que Roma lamentaba profundamente todo lo relacionado con el ultimátum y muy especialmente la actitud alemana. La decepción con Alemania no acabó ahí. Cuando Berchtold cuestionó la vigencia del artículo VII esgrimiendo que este solo era aplicable en los territorios otomanos de los Balcanes, y que no era preceptiva ninguna compensación en caso de ocupación provisional, Alemania estuvo a su lado. La Duplice era un hecho consumado.

In extremis
El 28 de julio hubo una cierta distensión. Las noticias de una inminente intervención rusa exigían sentido común y Alemania conminó a Viena a suavizar las tensiones con Italia. Austria se avino a parlamentar pero no se podía hablar ni del Trentino ni de cualquier otro territorio en litigio. Alemania seguía apoyando la línea austríaca e Italia seguía en silencio. Berlin sabía que el tiempo corría de parte italiana y apremiaba a Viena para un acuerdo. El 29 el embajador Merey se reunió con di San Giuliano para comunicarle que cualquier tipo de compensación territorial se haría efectiva solo cuando se rompiese el equilibrio balcánico, es decir cuando Serbia fuese derrotada. Di San Giuliano, sin embargo, reclamó la compensación de forma inmediata. Fue otra jugada maestra. Conocía de antemano la negativa austríaca a una petición de ese tipo. Y por ello decidió tensar las negociaciones. Merey telegrafió al momento, pero Viena calló por tres días hasta que Rusia declaró la guerra el 1º de agosto. Las hechos se precipitaron. Ese mediodía, y antes de recibir una respuesta afirmativa de Austria a sus demandas, el Consejo de Ministros italiano declaraba la neutralidad. Declarada oficialmente al día siguiente, el gobierno italiano la justificó por la vulneración del artículo VII de la Triplice y especialmente por la ausencia de un casus foederis. La decisión no gustó allende los Alpes, pero tampoco los cogió desprevenidos. Los representantes de la nueva Duplice no temían una entrada de Italia en la Entente. Consideraban que la defección italiana era previsible y que una vez la guerra les fuese favorable negociarían -mezquinamente- para recoger parte del botín.

Continua en: La intervención italiana en la Gran Guerra, 1914-1915: preludio y tragedia en cinco actos (II)

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