16 oct 2009

El infierno mudo (III)



Era una tarde extraña, mezcla de sentimientos y emociones. Los resquicios de luz verpertina y las nubes plomizas se alternaban según el viento. Al cruzar la estrecha que separa el Abri 320 del conjunto de la necrópolis de Douaumont algo me conmovió, parecía haber cambiado de dimensión.
Subimos la pequeña escalinata que da acceso al recinto. La verja abierta, no entramos. A lo largo de una ligera pendiente, se extiende la necrópolis de unas 4 Ha. de superfície. Dividida por la mitad, al final se alza la tricolor y la majestuosa silueta del osario de Douaumont. La visión de la bandera ondeante con el susurro del viento entre los cipreses es impresionante, conmovedora. Una postal inolvidable. Uno de esos momentos que no se olvidan jamás.
Después del momento de postal me embarga una gran tristeza. Reacciono y comienzo a fotografiar el instante. Los colores y la luz hacen el resto.
Me hubiese quedado horas contemplando el fugaz momento. Mi mente estaba en blanco. No pensé nada, sólo sentí. Mis amigos querían más, y yo también. Aún así era difícil retenerlo todo. Subimos al coche, y seguimos la carretera. Al poco nos encontramos con el cenotafio dedicado a los soldados musulmanes que murieron durante la batalla. El blanco del monumento le da un aire casi divino. Nos adentramos otra vez en la boscosa carretera. Casi sumida en la oscuridad, en el margen izquierdo se halla lo que resta de Fleury, un tupido bosque sobre un inmenso campo de cráteres verdes. No paramos. Douaumont nos reclama. 300 metros y llegamos a un claro. Fort Douaumont o lo que resta se alza a nuestra izquierda. Estamos solos. Sólo nos acompaña el peso de la historia y una extraña presencia que lo envuelve todo como un manto.
Saltamos del coche y nos dirigimos hacia la entrada o lo que resta. Fotos, fotos y más fotos. La luz amenaza con apagarse. Son casi las ocho de la tarde y el sol parece como si nos quisiese enseñar algo más. Frasier no quiere seguir, algo lo detiene. No sé que es, pero ahora no me importa. Quiero subir como sea a la superestructura. Lo cojo en brazos y dejo a Frasier dentro del coche. Cierro, subo corriendo. Laura y mis amigos me esperan en la torreta de 155. El espectáculo es increíble. Al oeste el sol se muere. Sus reflejos son de fuego, puro infierno, como el que vivieron los que murieron y donde sucumbieron los que sobrevivieron.
La superestructura en su vertiente sur conserva todavía restos de alambre de espino. Vestigios que, sin duda, permanecen de forma voluntaria. Añaden atrezzo a la escena. La tricolor ondea a merced del viento. Delante, al norte de Douaumont se extiende una inmensa masa boscosa, desde Bois des Caures hasta el Bois d'Herbebois. Los postreros rayos de sol levantan nubes de vapor de agua. La estampa es preciosa: compactos bosques de coníferas exhalan bocanadas de vapor.
Continúo mi periplo accidentado por la superestructura. Me separo del grupo, necesito aislamiento para sentir. Mi vista se extiende hacia el Mosa. Más allá puede contemplarse la orilla izquierda. Me giró para encontrar las referencias de miles de citas y de sitios de los diferentes escenarios: la Wöevre, Fort Souville, al este Fort Vaux, o lo que queda. Por doquier domina el verde. El sol ha muerto. El frío comienza a calarnos los huesos. Me quedo sólo en la superestructura y me apoyo en la torreta de ametralladoras que se alza como un hongo de color óxido. Era tal como lo imaginaba. Miento, es aún mayor, es más impresionante. Estoy muy emocionado. Su recuerdo me sume en una especie de catarsis. Siento un respeto absoluto por ellos y su suerte.
La tarde ha sido muy intensa. Desciendo por el lado oeste del fuerte y me uno a mis amigos, también a Frasier que está tiritando de frío. Pobre, mañana lo hará de miedo.
Volvemos a Verdun.

Continua en: El infierno mudo (IV)

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