25 sept 2009

El infierno mudo (II)



La emoción fue in crescendo, y aunque el frío húmedo comenzaba a calarme los huesos, me sentía más vivo que nunca. Pasear por trincheras donde miles de héroes anónimos habían sufrido lo insufrible me superaba en todos los sentidos. No fue un paseo frenético, el lugar me producía un enorme respeto. Cierto que las trincheras en los aledaños de Souville no son de las mejor conservadas, para eso hubiésemos tenido que ir a las llamadas trincheras de Londres, pero era más que suficiente para hacerse una idea. La hojarasca de color ámbar cubría las zanjas, y un ramaje dispuesto de forma caótica le daba una apariencia siniestra, como si más allá de la maraña se encontrase un túnel del tiempo por el que nos pudiésemos trasladarnos a 1916.
De hecho, y ahondando en esta idea, decidí perderme por unos instantes y sumergirme en la espesura del bosque. Era tal la densidad de árboles y follaje que la vista tardó en acostumbrarse a la luz mortecina del ocaso. Entre la penumbra, me adentré en la silenciosa inmensidad del bosque. Era un bosque extraño, no sólo por la caótica disposición de los árboles sino por su silencio. Un silencio total. Ni un pájaro, ni un chasquido de ramas, nada. Como si en el bosque se hubiese hecho el vacío, mi presencia era del todo inoportuna. No fue la última vez que tendría esa sensación. Durante el periplo, Frasier se comportó de forma rara: no se separaba ni un palmo de mi. Quizás se pueda pensar que es una costumbre habitual en los canes, pero los que disfrutamos de su compañía sabemos que éstos suelen ir absolutamente a su aire en un entorno boscoso. Aún con más razón si se trata de perros cazadores o terriers como es el caso de mi perro.
Ahora lo recuerdo con una mágica mezcla de risa y absoluto afecto, pero hubo momentos en ese breve lapso de tiempo que el perro y nos observábamos preguntándonos que narices hacíamos ahí. Su mirada delataba una precaución inquietante. Al poco decidí pararme y echar un vistazo con más detenimiento a mi alrededor. No había un solo claro, y nos encontramos curiosamente rodeados de zanjas que se cruzaban entre si. Al pensarlo caí en la cuenta de que estábamos en segundas o terceras líneas de trincheras y que los cruces eran los ramales de comunicación. La sensación fue fantástica, pero el extraño temor no desaparecía. Al poco y como la corneta del 7º de caballería, sonó la voz de Laura preguntando donde estaba. No lo dudamos, nos giramos y un poco al trote volvimos hacia ella y nuestros amigos. Mentiría si dijese que no sentí una ligera sensación de alivio. Al verme, Laura me preguntó que ocurría, quizás mi cara delatase un poco de susto. Le dije que nada, sólo que fue muy impresionante. Curiosamente, el bueno de Frasier fue el primer en entrar en el coche. Puede que tuviese frío, aunque no lo creo.
Me quedé con el sitio y me prometí volver al día siguiente.
Otra vez en ruta, seguimos la boscosa carretera que lleva al campo de batalla de la orilla derecha: Douaumont, Thiaumont, Fleury, Damloup, Froideterre, Vaux, etc. A 300 o 400 metros a mano izquierda se yergue el Memorial de Verdun, donde en 1916 se encontraba el malogrado pueblo de Fleury. Fleury, como otros pueblos de la zona, desapareció literalmente de la faz de la tierra producto de los brutales bombardeos alemanes y franceses por hacerse con este preciado pedazo de tierra. No paramos, pero decidimos visitarlo al día siguiente.
Seguimos las indicaciones de la carretera y nos decantamos por Fort Douaumont. Pero en el camino topamos con uno de los monumentos más impresionantes de la zona: el Osuario de Douaumont que se yergue casi en el mismo lugar donde estaba la famosa Fermé de Thiaumont. Quisimos parar, pero la parte derecha de la carretera -delante de la necrópolis- era un seto contínuo, precioso, de una serenidad colosal. Al final de la recta, casi en el recodo antes de una curva encontramos un pequeño espacio para dejar el coche. Curiosamente, en ese recodo y a un nivel inferior se encuentran los restos del Abri 320.
Me sentí confuso ya que dos grandes chimeneas señalaban el límite del espacio y por un momento pensé en el gran abrigo subterráneo de las 4 Chimenées. El Abri 320 es un espacio de media ha. de terreno, como no, plagada de enormes cráteres que hacen de su paseo un montaña rusa. Durante unos diez minutos paseamos por la estructura superior del Abri 320 hasta que decidimos franquear la carretera y dirigirnos hasta la parte inferior de la necrópolis de Douaumont que se encuentra en la parte inferior de una vertiente que culmina en el siniestro edificio del Osuaire de Douamont.

Continua en: El infierno mudo (III)

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