23 oct 2009

El infierno mudo (IV)



6.30 am.
Toque de diana. Paro el despertador. Me lavo la cara, cojo las llaves del coche y abro la puerta de la habitación. Frasier ya me espera. Salimos a hurtadillas. El día se ha levantado fresco. El coche está empañado. Frasier entra en el transportin sin rechistar. Lo pongo a mi lado. Me mira y arquea las cejas. Ya sabe donde vamos.
Salimos de Verdun. El mismo itinerario de ayer. Decididamente el día no acompaña. Frío, humedad y una fina lluvia que cala. Paso de largo por el campo atrincherado de Souville, sigo la carretera y a unos 300 metros detengo el coche. Una señal indica que los restos de Fort Souville se hayan a unos 400 metros en el interior del bosque. Suelto a Frasier que se lanza a correr por la pista que lleva a Souville. Se trata de una pista bien cuidada. A banda y banda se eleva un tupido bosque. La oscuridad del amanecer y lo feo del día nos impiden hacernos una idea exacta del paisaje donde estamos. No se trata de un bosque ordenado. Más bien es una maraña vegetal de árboles, arbustos y otro tipo de flora. Tampoco se intuyen ni trincheras ni abrigos, aún menos restos de cráteres.
Caminamos al trote. Vuelvo a tener esa extraña sensación de ayer. No me gusta. Frasier lo nota. No para de girarse para ver qué hago, no las tiene consigo. Sus ojillos delatan inquietud, parece que me pregunten si vale la pena seguir. Yo también me lo pregunto.
Finalmente me paro, Frasier también. Se vuelve y se apoya acurrucado en mi pierna. Al fin caigo.
Llevamos unos minutos caminando por el bosque y no hemos oido un solo sonido, ni un ruido. Nada. Ese vacío nos inquieta. Estamos en el reino del silencio, y de algo más. Ese algo lo dejo en el aire. Pero no sólo nos inquieta la ausencia de vida, nos asusta la oscuridad. Comienzo a dudar. Frasier no duda, hará lo que yo haga.
Sigo.
A unos cincuenta metros se abre a la izquierda un claro. Suspiro profundamente. En esas me percato que he perdido a Frasier. Rectifico, lo he perdido entre el mar de cráteres que se extiende a mi izquierda. Al final, a lo lejos, diviso su colita como sube y baja por los restos cubiertos de césped. Me lanzo en su busca. El suelo resbala. En una de las pendientes patino y caigo de bruces. Nada roto. Sigo, maldiciendo - eso sí - al bueno de Frasier. Ahora que recuerdo esos instantes sonrío, pero en esos momentos no me hacía ni pizca de gracia. Lo único positivo de las correrías de Frasier fue que me olvidé del mal rato anterior.
A Frasier lo encontré husmeando en lo que restaba de la superestructura de Fort Souville. La imagen de la entrada era la misma que permanecía en mi retina de las postales de finales de la guerra: una entrada semienterrada y totalmente destruida en la sólo se podía entrever algunos orificios. Pensar que alguien había podido sobrevivir a los terribles ataques de finales de junio y principios de julio 1916 me parece increíble. Yo diría milagroso.
La zona de Souville estuvo sometida a un castigo sin igual. De hecho, es uno de los episodios más olvidados de Verdun. Las fuentes y los testigos, junto con los partes de guerra coinciden en afirmar que los bombardeos que soportó la zona de Souville en los estertores de la ofensiva alemana fueron increiblemente superiores a los del día 21 de febrero, el día D. Por ello, tengo un especial fijación en Souville.
Frasier corre, salta, huele. Me es difícil pararlo. Peor será en las Quatre cheminées ...
A todo esto y con el claro del bosque, gano en luminosidad y me pongo a fotografiar el entorno. No paro. Me empapo del lugar y también de lluvia. Decido dar por concluido nuestro periplo por Fort Souville. Volveremos. Desando el camino más tranquilamente, entro en el coche y coloco a Frasier a mi lado. Próxima parada: la Tranchée des baionettes.
La carretera sigue desierta. Sigo sólo, ni un alma. A unos kilómetros y a la vuelta de una curva pronunciada topamos con el monumentos a los supuestos caidos del 137º RI. Aparco en la cuenta de enfrente. Decido dejar a Frasier en el coche, por si acaso. La entrada al monumento está abierta. El contraste entre verdes y grises relaja el entorno. Lo cierto es que después de haber leído y leído sobre el tema el lugar pierde su encanto. La leyenda cuenta que una pequeña sección del 137º RI quedó sepultada por la lluvia de obuses y explosiones a la que fue sometida su posición. La historia real es más prosaica.
Es posible que la trinchera acogiese a algunos caidos, eso es innegable. Pero las llamadas bayonetas quedaron así por los soldados que las abandonaron antes de retirarse ante un embite alemán. La retirada estratégica no es un acto de cobardía, sin embargo le resta épica a la muerte heroica de los presuntos caidos. La leyenda se cimentó después de que tropas francesas recuperasen la posición y se percatasen de la imagen: una trinchera totalmente cubierta de cascotes y tierra producto de un intenso bombardeo. Algunas bayonetas en posición vertical y apoyadas en el parapetos de la trinchera hicieron el resto. La donación de un magnate americano le pusieron la guinda. Aún así, la Tranchée des baionettes forma parte del imaginario nacional que reina sobre el mito Verdun.
El paseo por el monumento dura pocos minutos. Vuelvo al coche.
Antes de llegar a la Tranchée recuerdo haber visto una indicación del Abri des Quatre Cheminées y de l'Ouvrage de Froideterre. Arranco y me dirijo hacia allí.
El día se levanta, el sol no aparece. 4 grados de temperatura.
Me encuentro con las 4 Cheminées al lado izquierdo de la carretera que dirige a Froideterre. Aparco en la misma cuneta. Frasier viene, ahora sí, conmigo. Descendemos unos metros y al poco estamos encima de un pequeño prado lleno de cráteres repletos de agua de las últimas lluvias. El lugar seria incluso bucólico sino fuese por lo que tuvieron que soportar los miles de soldados que se refugiaron bajo las vueltas de este abrigo. El Abri des 4 cheminées era un refugio para las tropas que relevaban a otras o eran relevadas. Se trataba de un punto intermedio entre las zonas de primera línea y la retaguardia. Sin embargo, el contínuo avance alemán durante los meses que duró la batalla acabaron convirtiendo el abrigo en zona de primera línea lo que la convirtió en objetivo de los bombardeos alemanes. Entre la superestructura del abrigo y la entrada hay unos cinco o seis metros de desnivel. Una vez en la entrada, el nivel vuelve a descender a otros cinco o seis metros, con lo que el grosor de las superestructura y el desnivel convierten al abrigo en un espacio casi inexpugnable. El único inconveniente para un habitáculo de este tipo es el de la aireación o renovación del aire. De ahí las chimeneas y el orígen de su nombre, 4 Chimenées. Las chimeneas todavía hoy visibles, aunque creo que restauradas, son unos enormes surtidores de aire hecho de plancha fina coronados por enormes capuchones.
Frasier está sediento. Se acerca a los charcos de los cráteres para beber el rocio. En ese momento me acuerdo del magnifíco cuadro que pinto Georges Leroux, titulado l'Enfer de Verdun, donde se observan a dos o tres soldados franceses intentando salir de un enorme cráter que contiene los lodos de antiguos lluvias y en el que flota algun cadáver. Todo ello aderezado con una buena dosis de gases tóxicos y de explosiones alrededor. Parece como uno de los cuadros de Hyeronimus Bosch, pero en versión real. Quien sabe si en uno de estos cráteres rellenos de agua donde bebe Frasier, alguno de los miles de soldados sedientos saciaron su sed... Este sentimiento de reflexión es permanente, y asfixiante.
Frasier, como buen Terrier, lo investiga y lo husmea todo. Sin embargo, y para mi desgracia, Frasier es un maestro en colarse en estrechas galerías y en espacio cerrados e, incluso claustrofóbicos. Es bajar al nivel de las dos entradas al abrigo y ver desaparecer a Frasier en una de ellas. Se lanza a escaleras abajo. El estado de éstas es pésimo, semirotas, llenas de cascotes y muy peligrosas, al menos para bien. Frasier la bajó de maravilla. A todo esto me encuentro en que mi perro se ha metido en un agujero oscuro, en el que está prohibido entrar y en el que no es, para nada, seguro permanecer. Lo peor es que Frasier no acude a mi llamada.

Continúa en: El infierno mudo (V)

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